Asistimos a la propagación de una nueva pandemia en el siglo XXI. En menos de cuatro meses desde su irrupción, la emergencia sacude sin poder vislumbrar todavía cómo será el mundo dentro de unos meses, cuando llegue el día después de esta dramática coyuntura.
En medio de la confusión, el miedo y la desorientación, podemos extraer algunas conclusiones y lecciones preliminares. La primera es casi obvia: la situación afecta más a las economías cuyo dinamismo está excesivamente atado a un sector, como el turismo, el petróleo o las materias primas agrícolas. El antídoto estructural a largo plazo es la diversificación.
La ralentización de los intercambios comerciales también entraña peligros para el pleno ejercicio del derecho a la alimentación, especialmente en países cuya balanza comercial agropecuaria es altamente deficitaria. En algunos casos se insinúa falta de mano de obra para transportar mercancías, especialmente para largos trayectos, aunque esto no repercute por el momento en la provisión de alimentos.
Unos 20 países del continente son importadores netos de alimentos. Sólo desde la región caribeña se emite cada año un cheque de 6.000 millones de dólares para alimentar a 44,5 millones de personas. La situación requiere estrategias para la seguridad alimentaria y más esfuerzos por mayor autosuficiencia.
Es necesario redimensionar de nuevo el papel de los agricultores familiares, actores claves en el aseguramiento de la autosuficiencia alimentaria y, paradójicamente, la variable de ajuste en circunstancias de incertidumbre económica. Esos agricultores proveen cerca del 60% de la oferta alimentaria en el continente. La coyuntura exige foco en las políticas que beneficien a estos productores poniendo el acento en temas como asociatividad, extensión, acceso a tecnologías y seguros agropecuarios.
La nueva generación de plagas y enfermedades que afecta a hombres y mujeres, y a cultivos y animales –como evidencian el Fusarium sobre el banano, la langosta y la peste porcina africana-, exige sofisticados servicios de vigilancia y cuarentena agropecuaria, de modo de reforzar la importancia de la inteligencia sanitaria y vigilancia prospectiva.
Es necesario fortalecer los sistemas nacionales y regionales de innovación y desarrollo antes que la brecha con los países desarrollados se haga inalcanzable. Tenemos que aumentar la productividad de los principales cultivos y, al mismo tiempo, sus resistencias frente a la sequía y a las pestes y enfermedades, en un marco de creciente rigurosidad de los países en cuanto al uso indiscriminado de ciertos agroquímicos.
Están en juego el bienestar y la seguridad alimentaria de nuestras poblaciones, lo que significa el mantenimiento del orden mundial tal como lo conocemos. La coyuntura hace indispensable más cooperación técnica, efectiva y de excelencia.